Carlos Arce Macías
El actual presidente de la República, privilegia el mensaje político sobre cualquier cuestión institucional. Lo importante para él es crear una narrativa que responda a sus intereses. Una de ellas es convencer a la mayor cantidad de mexicanos, que el traslado del primer mandatario del gobierno federal mexicano se hacía bajo premisas de lujo y ostentosidad groseros, frente a un pueblo miserable y en hambruna. Ese discurso, absolutamente electorero, cala hondo en una masa de mexicanos formados en el modelo asistencialista, utilizado para condicionar votos. Así de sencillo.
El poder de ese mensaje, consolidado por la conducta frívola del anterior presidente, ha producido una neblina intelectual, que imposibilita la lectura correcta de las políticas de transporte del principal dirigente de la nación. Consideramos importante, despejar la bruma, e intentar un análisis pausado y reflexivo de una cuestión significativa en el discurso madrugador de nuestro ejecutivo.
Lo primero que debemos enfocar es que en sentido amplio, se trata de transportar al personaje sobre el cual recaen las atribuciones de la Presidencia de la República. Estas son las veinte encuadradas en el articulo 89 de nuestra Constitución, más todas las que le son otorgadas por las demás leyes. Las atribuciones de un presidente son vastísimas, incluso inhumanas, como para considerar que físicamente pueda soportar el agobio de tal exceso de facultades. Siempre le faltará tiempo, por lo cual hay que utilizarlo eficientemente.
Entendiendo esto, podemos derivar dos consideraciones importantes: como se trata del ejercicio de poderes unipersonales, vitales para la gestión gubernamental, se requiere proteger de manera especial a la persona que ocupa ese cargo, sobre todo por el daño que se le pudiese causar al Estado en el caso de que algún accidente o atentado le ocurriese; por otra parte, el mecanismo presidencial consiste en la optimización de tiempos para que el ejecutivo tome las mejores decisiones (rodeado de secretarios, asesores y consejeros, si es preciso) sobre cuestiones que implican profundos y graves impactos en la sociedad en su conjunto. Esto es lo que se debe salvaguardar al llevar de un punto a otro al primer mandatario de la nación.
Una vez comprendido lo anterior, puede entenderse a cabalidad la función de seguridad y funcionalidad de la institución presidencial. Quien ostente el cargo, debe de encontrarse en las mejores circunstancias para tomar decisiones correctas, sin correr riesgos innecesarios. Cualquier gasto en relación a preservar este contexto, resulta barato para cualquier país. No hay reclamo a ello, salvo gritos estridentes de opositores furibundos, que deseen la eliminación de un rival político.
Llevar de un lugar a otro al funcionario más importante del país, resulta una operación muy compleja. Entendemos que el pueblo llano se sienta complacido de tener un gobernante “igual a ellos, cercano”. Sin embargo esta aspiración no es real, y si lo fuera, sería temeraria. Para empezar, quien accede a esta responsabilidad no es igual a cualquier otro ciudadano, es especial, nos guste o no, nos caiga bien o mal.
Cuando un presidente viaja por tierra de un punto a otro en la Ciudad de México o en el país, la ruta ya ha sido cubierta y revisada en múltiples ocasiones por el cuerpo militar encargado de la custodia del mandatario. El despliegue de elementos es enorme, con la finalidad de evitar cualquier accidente o atentado (sí, atentado). ¿Por qué se viaja en un convoy de más de una veintena de vehículos, precedido de motociclistas y seguidos por ambulancias en prevención de cualquier emergencia? Si la perspectiva fuera la simbiosis con el pueblo, el uso de cualquier automóvil sedan, seguido de un auto con guardaespaldas, hubiera sido la solución, sin operativos para cerrar calles y garantizar que no haya obstáculo alguno para que la caravana avance a alta velocidad (pararse en un semáforo o ir a paso lento es riesgosísimo).
En los traslados por aire, los gobernantes de los países importantes lo hacen en helicópteros o aviones asignados para ello. El uso de estos medios es común y no discutible para las sociedades de cualquier país desarrollado. Se trata de utilizar criterios de seguridad y eficiencia. En el transporte aéreo, no puede haber fallas, porque el riesgo resulta mortal. Por eso los gobiernos garantizan la seguridad aérea de sus mandatarios, utilizando las naves más adecuadas y confiables. En ello, nuestro país ya ha fallado, tenemos ejemplos.
México aportó al mundo al presidente que voló por primera vez en aeroplano, Francisco Madero el 11 de noviembre de 1911. El primer avión presidencial fue un Douglas C-47 Skytrain durante la presidencia de Miguel Alemán, y de allí consecutivamente, todos los mandatarios, tuvieron diversos aparatos a su disposición: Douglas 54, Fairchaild 27, DC-6, BAC 111, hasta el Boeing 726 ocupado durante la gestión del presidente López Portillo. Cuando accedió a la magistratura federal Miguel de la Madrid, se compró un modernísimo Boeing 757. La compra-venta de la aeronave motivó una gran protesta por su costo, por lo que el avión fue vendido, sin ni siquiera ser estrenado. Nada nuevo bajo el sol. Veamos el desenlace del numerito: por las condiciones de seguridad tan riesgosas, el gobierno tuvo que adquirir hacia finales de la gestión de De la Madrid un nuevo B-757 totalmente acondicionado para el funcionamiento como nave ejecutiva. Este aparato dio servicio a las gestiones de Salinas de Gortari, Zedillo, Fox y Calderón. Más de 25 años de vuelos ejecutados bajo criterios estrictísimos de seguridad. Fue una buena decisión de compra.
La adquisición del nuevo avión presidencial, no esta programada para un solo sexenio, sino para su utilización durante una veintena de años de vuelos en condiciones de comodidad y funcionalidad, equiparables a viajes en clase ejecutiva, como los que realizan muchos directores de empresas en aerolíneas comerciales. No hay lujos exorbitantes como los de algún jeque árabe. Su salón principal es usualmente sala de juntas con miembros del gabinete y de acuerdos con diversos funcionarios *. Si tienen estos aviones un camarote para que descanse el presidente, es porque muchas veces realiza vuelos de larga distancia, para acudir a reuniones y compromisos internacionales.
A ver. Si el actual presidente repudia viajar en un aeroplano de altas características de funcionalidad y seguridad, y expone a otros pasajeros al riesgo de viajar con él, ¿por qué no continúa trasladándose en un Tsuru con su chofer, sin medida alguna de seguridad? ¿Por qué no ha ido a la Central Camionera a tomar el autobús que lo conduzca a algún destino intermedio? Eso equivaldría a darle congruencia a los mismos criterios que utiliza para viajar por aire.
La lógica diagnostica la desproporción en que cae nuestro gobernante al arriesgarse él y arriesgar a pasajeros aéreos comunes y corrientes a trasladarse juntos. Es una imprudencia a la cual no debe de someternos un ejecutivo, medianamente interesado en el bienestar del país. Que use los medios necesarios para gobernar bien. Que no desperdicie su tiempo y el de los demás. Que se cuide él y nos cuide a todos. Un aparato moderno, de última generación, como el Boeing 787 no es de su propiedad, es una nave al servicio de una institución: la Presidencia de la República, que deberá operar durante dos décadas por la menos. Su compra fue debidamente planeada y justificada, deberían exhibir esos documentos, para así normar la ardiente discusión, que desde la estridencia y la demagogia, ha provocado el presidente para desorientar más a su fanaticada. El país tiene retos más importantes para perder el tiempo en tonterías… sí, en tonterías que no se discuten en países con gobiernos serios y acotados por contrapesos.
(*) En otros tiempos, el presidente en turno utilizaba el tiempo de traslado para trabajar con secretarios y subsecretarios, reuniones por alguna emergencia (huracán o terremoto) o acuerdos con algún gobernador agobiado o tomando llamadas urgentes por la red presidencial. No descansaba, siempre fue un espacio de labor constante e intensa.