Carlos Arce Macías
Para María Trueba, con cariño.
Esta gran aventura, que hasta ahora nos atrevemos a narrar, comenzó en 1974 durante la presidencia municipal interina del Lic. Juan Villaseñor Buchanan. Hacemos una advertencia: obtenidos de nuestra memoria y comentados con amistades que datan de esa época, los hechos se fundamentan exclusivamente en fuentes orales, habría que hurgar en el archivo municipal para documentar la narración y precisar nombres y fechas. Pues bien, durante la celebración de las fiestas de San Juan y Presa de la Olla, nos visitó el alcalde de Quito, el arquitecto Sixto Durán, quien con el tiempo sería presidente de su país, con el fin de hermanar su ciudad con Guanajuato Capital. Como testimonio de la voluntad fraterna, nuestro visitante vino acompañado de un busto de bronce de uno de los proceres ecuatorianos más señeros: José Mejía Lequerica (Quito 1775-Cádiz 1813).

Era la escultura de un médico y abogado quiteño, sapientísimo. La Universidad de San Gregorio, le negó el titulo hasta que no limpiara su nombre por ser hijo natural. Se casó con una hija de Eugenio Espejo precursor de la independencia de Ecuador. Se vio obligado a viajar a España a causa de los prejuicios sociales que lo acosaban. Allá luchó en contra de las tropas napoleónicas que invadían la península Ibérica y, ante la ausencia del diputado titular, Mejía Lequerica fue designado representante del virreinato de Nueva Granada en las Cortes de Cádiz. Fue duro crítico de la Inquisición y denunció los problemas políticos que sufrían los reinos españoles de América. Fue uno de los oradores más aplaudidos y celebrados en la histórica asamblea. De él dice el historiador Pedro Fermín Ceballos: “Fue un mortal enemigo del despotismo, defendió en las Cortes de España los derechos del pueblo español con valor y ardorosamente, los de América con ingenio y elocuencia, y los de Quito, su tierra natal, con ternura y con amor”.
Y pues hasta este lugar de sierras y montañas, vino a dar el busto de Lequerica. Y la verdad es que las autoridades municipales, un tanto sorprendidas, no sabían donde colocar la estatua. Luego de cavilar un buen rato, se decidió situarla en el Paseo de la Presa, exactamente enfrente del edificio del PRI. Y allí fue a dar la efigie del célebre ecuatoriano, en conmemoración de los lazos de hermanamiento de las dos ciudades.
Pero pronto apareció un reto descomunal, digno de una crónica de Ibargüengoitia o de un cuento de Don Eugenio Trueba. Resulta que había que regresar la honrosa visita de la autoridad de Quito, y no solo eso, sino que debíamos corresponder con una escultura de índole semejante. El gobierno local estaba en problemas. En ese tiempo no había dinero como ahora, para gastar en las peores necedades. El presupuesto era sumamente limitado, apenas para cubrir el viaje de una lánguida comitiva… pero ¿y la estatua?
Se decidió entonces, que tendríamos que ofrecer un busto de la figura guanajuatense más egregia, la del cura Don Miguel Hidalgo y Costilla. Pero luego habría que ver quién sería el escultor designado para tal obra, y cuyo precio fuese bastante discreto. Luego de sesudas pesquisas sobre émulos cuevanenses de Miguel Ángel, se decidió por un recomendado artesano cantarero. El modelo fue fácil de conseguir: un empleado de la presidencia municipal adquirió en una papelería una estampita del Padre de la Independencia. Inspirado en el cromo escolar, el maestro del cincel esculpió con premura el busto en una buena pieza de cantera guanajuatense. Ahí quedarían consolidados el noble rostro del libertador con los minerales de nuestra cañada.
Y al Ecuador fueron, el secretario del Ayuntamiento, Arnulfo Vázquez Nieto y Mario González Popoca, encargado del transporte de la imagen, rumbo a la capital del país andino. A su llegada fueron recibidos por el embajador de México en el Ecuador. El diplomático fue testigo del arribo de los guanajuatenses y su preciada carga. Solo formuló una pregunta al contemplar el busto: ¿de quién es? La respuesta fue contundente: ¡es Hidalgo! El embajador frunció las cejas y puso cara de enojo.
Hoy no se sabe que fue de ambas efigies. Habrá que buscar al irreconocible Hidalgo en algún lugar de Quito. José Mejía Lequerica fue retirado para poner el busto de Colosio, luego de su asesinato. Quien sabe dónde fue a parar, pero habría que rescatarlo y desagraviar su olvido.
Pobres quiteños. No les ha ido bien en sus relaciones con los guanajuatenses. Las degradamos más al enviarles, recientemente, un representante como el alcalde Alejandro Navarro para celebrar su independencia. Lo más alejado al ejemplo de Lequerica. Un zafio.
