Carlos Arce Macías
Quienes hemos acumulado mas de seis décadas de vida, podemos recordar parte del mundo bipolar que existió durante 44 años, a partir del final de la Segunda Guerra Mundial hasta la caída de Muro de Berlín en 1989, hecho que marco la disolución de la Unión Soviética. Desde los años sesenta del siglo XX, atestiguamos las confrontaciones entre Occidente y Oriente, en diversas regiones del mundo. Todo respondiendo a la visión geoestratégica de pretensiones hegemónicas de las dos potencias que resultaron victoriosas de la guerra mundial: Estados Unidos y la Unión Soviética.

Y no parábamos, durante la segunda mitad del siglo pasado, de ver encontronazos regionales entre estas potencias. Primero la Guerra de Corea, la Revolución Cubana, la Guerra de Vietnam, la Guerra de los Seis Días y del Yom Kipur en Israel, el Genocidio Camboyano, la Revolución Islámica en Irán, la Guerra de Afganistán, la Guerra Irán-Irak, un montón de conflagraciones en África (Somalia, Eritrea, Congo Uganda y Angola) y por supuesto, la Revolución Sandinista y la Guerra Civil del Salvador en nuestro continente.
En muchos puntos neurálgicos, padecimos la formación de guerrillas patrocinadas por el bloque soviético en América. La tensión siempre presente por la antipatía y repudio entre dos superpotencias conllevaba acciones de baja intensidad bélica, pero mortales para muchos ciudadanos de países ajenos a los intereses directos de la Guerra Fría.
Si bien las guerras no pararon con la caída del mundo soviético, la distensión fue evidente, y la paz con limitaciones, floreció en diversas zonas del mundo. Muchos de nuestros hijos, no recuerdan una guerra, salvo la de Irak, asombrosamente trasmitida por TV en tiempo real.
La invasión de Rusia contra su vecina Ucrania, apunta al renacimiento de la bipolaridad. Si bien, no en los niveles anteriores, si bajo el peligro de dos países, Estados Unidos y la República Rusa, que poseen inmensas capacidades bélicas, y misiles balísticos intercontinentales, capaces de destruir a nuestra civilización, como la hemos conocido hasta ahora.

Y las consecuencias del retorno a una Guerra Fría, tensarían un montón de puntos en el mundo, para empezar en el Caribe, con la tradicional filiación pro rusa de Cuba. Los países latinoamericanos volveríamos a lidiar con el fomento de guerrillas, ahora involucradas con el narco, por si algo nos faltara en estos momentos. Las naciones influenciadas por el llamado Pacto de Sao Paulo, especialmente Venezuela buscarían apoyos militares directos con los rusos, provocando las reacciones obvias de los norteamericanos. Un empeoramiento generalizado, sin duda.
Fuimos testigos de que, en este tipo de pugna, la radicalización es el tono. Y esto abre la posibilidad para desatar la violencia en cualquier parte del globo terráqueo, en donde se le haga daño al odiado adversario. Esa es la lógica del combate.
Y en este esquema, encontraríamos a los dictadores bananeros, que pululan por el mundo, en la capacidad de ser respaldados por cualquier superpotencia, con tal de agraviar a su enemigo. Menos paz, más guerra, mucha violencia.
Para nuestro país, la situación sería crítica. El patio trasero de los americanos es estratégico para ellos, pero también para sus enemigos. Cabe recordar, que uno de los centros de espionaje más importantes de la Guerra Fría, fue la embajada soviética ubicada en la Ciudad de México. La frontera norte, de alta porosidad, sería importantísima en este juego peligroso.
Un gobierno veleidoso e insensato a los intereses del vecino, provocaría acciones temerarias y duras de los norteamericanos; pero un autócrata títere, envilecido y manipulable a contentillo, podría ser un dulce obsequio para el vecino. No resulta una coincidencia, que mientras se mantuvo la rivalidad mundial, México fue gobernado por una dictadura “perfecta” alineada a los intereses fundamentales de nuestros vecinos. No fue sino a partir de mediados de los años noventa, cuando inició la transición a la democracia tierna y joven que veníamos experimentando y que hoy parece pausada. Por ello hay que impedir, a cualquier precio, el retorno a la autocracia, que, combinada con un mundo polarizado, sería una tragedia para México.
