Carlos Arce Macías
Cuando a un gobernante le interesa que el poder quede en manos de un incondicional, a este se le llama delfín. El nombre tiene su historia, deviene del medievo francés. Desde 1349, el heredero al trono de Francia lleva el título de delfín, debido a su nombramiento como Conde de Vienne, región del este de Francia, cuyo escudo de armas porta dos delfines. Así nació la tradición de enunciar al sucesor del rey francés como delfín. Posteriormente se extendió el sustantivo, para enunciar al personaje, que se pretende imponer como sucesor a un cargo.
Pero la diferencia entre la ruta nobiliaria de los reyes de Francia, con la voluntad de un gobernante civil, es dramática. En el régimen monárquico, la sucesión del poder se da por vía hereditaria. El hijo del rey, recibe por lo tanto el delfinado de Vienne, solo por el hecho de ser el primogénito y primero en la línea de sucesión al trono. Mientras que en un gobierno republicano, la decisión de nombrar un delfín, significa el rompimiento de las normas democráticas para el traspaso del poder. La asignación del puesto se realiza mediante procesos de competencia dentro de un sistema de partidos políticos. Mientras esto sucede, los gobernantes deben mantenerse al margen de ello, para no alterar indebidamente la contienda.
Los partidos son la fuente de candidaturas para detentar el poder. A ellos corresponde hacer que los ciudadanos virtuosos, comprometidos, con verdadero espíritu de servicio y talento, sean propuestos para los cargos de representación popular y para los del ejecutivo. Y ahí radica el problema que ahora padecemos.
Si el sistema de partidos políticos mexicanos actual, fuera el vigente en Inglaterra en 1940, los británicos nunca hubieran encontrado un Winston Churchill que liderara la guerra contra el nazismo. Hitler hubiera vencido con facilidad. Los partidos políticos se han trasmutado en las instituciones más resistentes a la atracción de talento, aunque esa es su principal misión. Si fueran empresas, estarían en quiebra.
Los partidos han recorrido un trance evolutivo de la camarilla inicial, a los partidos de masas, luego a los partidos atrapa-todo (catch all), para finalmente convertirse en partidos cártel. De los grupos de interés cerrado, la organización partidista se transformó en “partidos de masas” desde mediados del siglo XIX hasta la mitad del siglo XX. Guiados por una ideología (el socialismo por ejemplo), se tejía una gran red, que teniendo como base utopías y sistemas para organizar mejor a la sociedad y acceder a niveles superiores de vida, capturaba así adeptos, que finalmente terminarían votando las candidaturas que su partido postulara. La ideología definía el voto.
Pero las cosas cambiaron. A partir de los años 50´s del siglo pasado, surgieron los partidos atrapa-todo. La dinámica electoral (americanizada) se sustentó en el candidato, y no en los programas o postulados ideológicos. La propuesta de campaña se manufacturaba buscando promesas que beneficiaran a todos los sectores: empresarios, amas de casa, jóvenes, jubilados, trabajadores, etc. Para todos habría una esperanza particular de mejora. De esta manera, la sociedad entera cabría en un supuesto programa que repartiría beneficios indiscriminadamente.
Los partidos se fortalecen en la disputa democrática, sofisticando cada vez más sus tácticas, y obligando al estado a entregarles mayores presupuestos. Al llegar a este punto, los partidos adquieren la capacidad de sobrevivencia más allá de sus éxitos electorales, ya que sus presupuestos se los permite, controlando importantes zonas de gobierno, así como la asignación de recursos. La sobrevivencia conjunta de todo el aparato partidario queda garantizada, y con ello, el cártel queda constituido.
La principal característica de los partidos cártel, consiste en que no requieren de la participación entusiasta de los ciudadanos. Tampoco necesitan de sus aportaciones, dinero y negocios les sobran. Todos, en mayor o menor medida tienen acceso al gobierno, y se distribuyen sus zonas de influencia por acuerdos internos. Lo que necesiten, simplemente lo compran: votos, organización, sistemas, etc.. El poder es suyo, en tanto que la democracia queda infelizmente cancelada.
Por eso, estando así las cosas, alrededor de los partidos, se congregan las ambiciones, muchas veces patológicas, de personajes que no tendrían cabida en otro tipo de organizaciones. Son los tripulantes de los presupuestos y de la distribución de beneficios personales y grupales. En tanto, los buenos ciudadanos, por salud, recato y previsión, no se acercan a estos tugurios.
Y ese es el problema que ahora enfrentamos. Como lograr que los partidos políticos postulen ciudadanos serios y responsables a los puestos públicos, y que garanticen un buen gobierno, que no sea botín de unos cuantos. Exijamos, pues, que el gobernante no se involucre en el nombramiento de un delfín en previsión de una competencia leal y pareja; y votemos solo candidatos potables, libres de sospecha de corrupción. Porque queremos democracia, no autoritarismo.