DIESEL MEXICANO

GUACHICOL

Carlos Arce Macías

 

Mientras se discute en la Cámara de Diputados la reforma energética, continúo comentando algunos problemas de nuestra nacionalista industria del petróleo: hoy le toca al diesel.

 

El más serio problema que enfrenta el país, aunque no se reconozca, es la corrupción institucionalizada, a la que todo mundo se adapta y nadie respinga. Poco a poco, los ánimos para que las cosas cambien se van mermando, en tanto que la práctica de la tranza, se apodera de todos los espacios. Me referiré, a diferencia de muchos articulistas que miran desde arriba los procesos de construcción de una nueva realidad energética, a los problemas cotidianos que se sufren a “nivel de cancha”.

 

Un sistema importante en el desarrollo del país, es el del transporte terrestre. En el país hemos optado por el uso del transporte por carretera, superando con creces al ferroviario. Una gran parte del comercio se moviliza desde el Bajío, la Ciudad de México y su área conurbada, por la carretera 57, la vía del TLC, hacia Laredo y Reynosa. Unos de los cruces fronterizos de carga más dinámicos del mundo.

 

Y es el diesel, el combustible que moviliza los potentes motores de los tráileres mexicanos. En Europa, el uso de éste combustible ha evolucionado hasta convertirlo en “Diesel Premium” y ser utilizado no solo para vehículos de carga, sino para camionetas y automóviles, logrando alto rendimiento, a bajos precios y poca contaminación.

 

Pues bien, a diferencia de los europeos, nuestra patriótica industria ha conseguido desarrollar, con enorme pericia, mucho ingenio y harta corrupción, el peor combustible del mundo: el guachicol. Rudolf Diesel, el ingeniero francés inventor en 1895 de un motor que utilizaba una benzina más barata, quedaría anonadado de ver como los nobles motores de su invención, funcionan al límite de la ignición, con la más pobre y contaminante mezcla carburante.

 

El guachicol se consigue en pequeños establecimientos informales que se ubican a la orilla de las carreteras. Por desgracia, los choferes del autotransporte público federal de carga, los conocen muy bien. Y en esos changarros, disfrazados de talleres de talachas, se realiza el trueque de diesel bueno, que le es extraído al camión, por guachicol, formulado con diesel robado de los poliductos de PEMEX, mezclándolo con aceites vegetales y automotrices de deshecho. Una mezcla baratísima que se sustituye por el combustible original. Así, el chofer desleal gana unos cientos de pesos, a costa del mayor y más acelerado deterioro del motor, y de generar una contaminación cargada de elementos cancerígenos. Pero no importa, ser corrupto en nuestro país es bueno, y deja unos pesillos en la bolsa, de miles de choferes tranzas.

 

 

Pero no crean que todo para ahí. La industria guachicolera se ha desarrollado a ciencia y paciencia de PEMEX y las autoridades. El robo de combustible, es realizado por sus propios trabajadores o bajo su supervisión técnica. Desde las refinerías, se informa del horario de paso de los diversos combustibles por el ducto. Esto ha permitido que el guachicoleo se dispare a límites insospechados. Es un gran negocio, en el que ahora abreva el crimen organizado. Así, desde la corrupción imperante en la industria petrolera, se extiende la silenciosa pero efectiva mano de la putrefacción social, a la industria del transporte, ahogándola en el guachicol.

 

Remato la reflexión insistiendo en los costos sociales de haber permitido, durante décadas, ésta práctica. Nuestra permisiva actitud propicia daños a la salud (cáncer), al medio ambiente, y en la economía, la pérdida de competitividad por los costos de remplazo de motores y de vehículos.

 

El reto no es implementar una reforma energética, el reto es cambiar la anquilosada y egoísta mentalidad basada en la corrupción, que hemos tolerado y permitido los mexicanos.

  1. arce.macias@gmail.com

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¿POR QUÉ ESPERAR HASTA 2018?

¿LITROS INCOMPLETOS HASTA 2018?

Carlos Arce Macías

 

Si usted acompañara a un inspector norteamericano a checar el despacho de gasolinas en una estación de servicio, vería lo siguiente: el inspector entra con su camioneta sin logos gubernamentales a la gasolinera, se baja, desenchufa la manguera de gasolina, activa la bomba y comienza a servir el combustible en un contenedor de aluminio tapado con una lona que lleva instalado en la parte trasera de su pick-up. Luego, cuando se registran cinco galones, deja de suministrar el carburante e inmediatamente paga en la propia bomba, con su tarjeta de crédito, obteniendo un recibo en el que se consignan los galones de gasolina comprados y su precio. Después el inspector, descubre el contenedor de aluminio, gira una perilla que permite poner el recipiente en posición vertical. Se trata de una jarra medidora, certificada, que al ponerla de pie, mide con exactitud, los galones que contiene. Si la nota de compra coincide con los galones servidos, el inspector abandona el lugar. Si esto no sucede… el gasolinero esta en un serio riesgo de perder su negocio e ir a la cárcel. Estafar al consumidor americano es una pésima idea que conlleva un fuerte castigo penal y administrativo, así como el escarnio público y la pérdida de confianza de la clientela. Así de fácil.

 

Por eso, en Estados Unidos los gasolineros le surten galones completos a sus clientes. Pero también porque hay competencia entre las empresas que distribuyen los hidrocarburos. Por ejemplo, si alguien constatara que Shell dispensa galones incompletos, y se corre la voz, y comienza la mala fama del negocio, los consumidores tienen opciones y redirigirían su compra de gasolina a otra compañía como Texaco, BP, o cualquier otra.

 

El poder de los consumidores en Estados Unidos, es altísimo, porque normalmente sus temas se transforman en votos. Difícilmente las poderosísimas empresas de energía podrían enfrentar las acciones colectivas en su contra, generadas por los grandes bufetes de abogados neoyorkinos. Los daños punibles que podría establecerles una sentencia en su contra, por una conducta fraudulenta, más allá del proceso penal, golpearía atrozmente a la empresa, al obligarla a resarcir cientos de millones de dólares a los consumidores.

 

En México, estamos a punto de cambiar la distribución de gasolinas, como parte de la reforma energética. Hoy, solo hay gasolineras de PEMEX, a través de una concesión disfrazada de franquicia. En el inicio, la distribución estuvo en manos de políticos, los cuales veían premiada su lealtad al régimen, con un negocio que garantizaba enormes ganancias en un mercado cautivo, en alguna carretera, ciudad o pueblo. Luego, a partir de los años noventa del siglo XX, vino la expansión, se pasó de 3500 a 10,500 gasolineras.

 

 

 

 

El negocio es bueno si se realiza con honestidad, como lo hace un reducido grupo de heroicos gasolineros; pero resulta una mina de oro si se afilian a una operación cuajada de irregularidades y fraude. El riesgo en México por hacer trampa es mínimo. Poca supervisión, arreglos inconfesables con el proveedor, alta tecnología para defraudar, y cero riesgos de perder la franquicia, garantizan un mercado de distribución de diesel y gasolinas en el que la mayoría defrauda a los consumidores a ciencia y paciencia de PEMEX.

 

Si usted cree que el petróleo es nuestro, esta en un error. Es de PEMEX. Y la entidad no solo no hace nada para combatir las malas prácticas, sino que las promociona, tolera y fomenta. Ojalá y que, con la apertura del mercado energético, se den condiciones de competencia y las cosas cambien. No es necesario esperar hasta 2018, como lo propone la reforma en ciernes, para poner fin a una agresión continua a los consumidores mexicanos. Arréglenlo ya. ¡Urge!

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